Panamá: a vida o muerte

Tras detenerme en el aeropuerto de la Ciudad de Panamá, me llevaron a una especie de calabozo oscuro, en el que había un colchón sucio y orinado. Allí estuve durante siete días. El eczema de mis manos, que ya estaba bastante mal por el calor, empeoró en ese lugar. Los médicos se negaron a darme mi medicina y me dijeron que no podían hacer nada al respecto. Aquella experiencia ha dejado secuelas en mi piel.

Un representante de la embajada de los Estados Unidos fue a verme durante esos siete días. Para mí lo más importante era mi hijo, lo único que quería era llamarlo. En esa época, él tenía ocho años y estaba por cumplir nueve. Me dio tanta tristeza perderme su cumpleaños por estar en prisión. Pensé que me dejarían hablar con él o al menos llamarlo para decirle que estaba bien, pero no fue así. Pasaron tres meses antes de que alguien supiera que estaba en prisión y la embajada no intentó contactar a nadie en mi nombre.

En la prisión, pude acceder a Facebook e informar a algunas personas de mi situación. Esperaba obtener un proceso de repatriación, pero fue muy difícil encontrar un abogado. Al final, me asignaron uno de oficio, al que le faltaba experiencia para llevar mi caso. El fallo tardó 18 meses. Con el poco español que había aprendido, me las arreglé para negociar mi sentencia, y conseguí que me condenaran a seis años en lugar de diez.

La prisión estaba apenas saliendo de un brote de tuberculosis cuando me llevaron allí. Estoy casi segura de que estuve expuesta a la enfermedad. El establecimiento consistía en diez casas, a las que les llamábamos “hogar 1”, “hogar 2”, etc. Las instalaciones no eran lo que me imaginaba. No había celdas, sino grandes dormitorios. Mi módulo era una casa con dos habitaciones y un área con tres duchas, dos sanitarios y un pequeño cuarto contiguo en el que podíamos enchufar nuestros aparatos. La verdad es que me habría sentido más segura en una celda individual para no tener que cubrirme las espaldas todo el tiempo.

Se supone que ese lugar debe alojar entre 50 y 60 mujeres, pero, en realidad, a veces hay hasta 150, lo que empeora las condiciones de reclusión. La sobrepoblación era tanta que las personas tenían que compartir los colchones. Éramos cuatro por litera. Durante los primeros seis meses, dormí en el suelo, sobre un colchón improvisado, hecho con varias sábanas, que cambiábamos de vez en cuando. Al final logré obtener un espacio en una cama debido a mi afección de la piel.

Los dormitorios mantenían abiertos todo el día entre las 8:00 a.m. y las 6:00 p.m. Durante esas horas, podíamos salir al patio, recibir visitas, ir a la administración o al médico, si tenías una cita, etc. Los patios eran espacios abiertos con una cancha de básquetbol en la que las reclusas jugaban al fútbol. De día bajábamos a la cancha para pasar el tiempo.

Al principio, me costaba entender lo que sucedía, pues las personas de la administración solo hablaban español. Algunas reclusas, que venían de Jamaica, Canadá y las Bahamas, hablaban inglés y me explicaban un poco las cosas. Pero la mayoría de las mujeres eran de Panamá, Colombia y Venezuela. Me forcé a aprender el español para poder ser más independiente y evitar que se aprovecharan de mí. Conocer todo lo que se tramaba en la prisión era, para mí, cuestión de vida o muerte.

Durante mi estancia en prisión, fui testigo de disputas, peleas, violaciones, robos, autolesiones, autoabortos y muertes por falta de atención médica. Seis mujeres fallecieron mientras estuve allí. Una vez me asaltaron cinco reclusas; creo que esa vez pude haber muerto. En varias ocasiones, tuve que luchar por mi vida. Una vez, una mujer me golpeó con un sartén por 15 dólares; casi me mata. En la prisión existen estructuras informales de poder, en las que algunas mujeres protegen a otras y cocinan para ellas. Ciertas nacionalidades también parecían tener más poder que otras. Las relaciones con las demás reclusas eran complicadas. Sobre todo, siendo una mujer estadounidense y negra. Por suerte, logré llevarme bien con las panameñas.

En la prisión, la gente contraía enfermedades e infecciones causadas por los insectos y las ratas. Recuerdo que una mañana me despertó una rata que me cayó en la cara. Desde ahí, empecé a dormir con una sábana sobre mi cabeza. En el patio de la prisión, había varios animales. Vi perros y gatos desnutridos, pero también iguanas y, muchas, ratas. Algunas mujeres atrapaban las iguanas para comérselas. No podías dejar la ropa o algún papel debajo de la litera sin ponerlos en una caja. Si no, las ratas se comían todo; así perdí varios libros y revistas. En tres ocasiones contraje infecciones, pero la peor fue cuando se negaron a darme tratamiento porque no saludé al médico cuando entró al consultorio. Pasé una semana entera con una infección del oído antes de que me examinaran. Todavía tengo problemas con mis oídos.

En la prisión había tráfico de drogas, así que fumé mucha hierba. La mayor parte del día la pasaba buscando dinero para comer o para drogarme. Al principio fue difícil porque tuve que sufrir el acoso de las demás reclusas. Por lo general, comía una vez al día, sobre todo en las noches. Cuando me enviaban dinero de los Estados Unidos podía comer más. Una mujer colombiana con la que hice amistad, iba a visitarme y a llevarme comida. Con el dinero que tenía, solo podía comprar los alimentos más baratos, como, huevos y plátanos o, algunas veces, pollo y arroz.

Las reclusas se encargaban casi de todo en la prisión. Cocinaban y vendían ropa, zapatos, productos para el cabello y hasta alcohol. Era como un mercadillo dentro de la prisión. Casi todo lo que yo tenía, me lo compraban o me lo daban las otras reclusas.

Algunas mañanas nos despertábamos y nos dábamos cuenta de que no había agua. Si el agua de la ciudad estaba contaminada y el suministro era deficiente, la prisión no sería el primer lugar en el que resolverían el problema. En esos casos, esperábamos a que llegaran los camiones cisterna. Si tenías una cubeta y lograbas abrirte paso entre la multitud, podías recibir un poco de agua.

Mi historia tiene dos caras. Valoro el tiempo que pasé en prisión porque me ayudó a crecer y me permitió ver y aprender muchas cosas. ¡Todo lo que viví me sacudió y me abrió los ojos de tantas maneras! La otra cara de la moneda son los traumas que me dejó. He tenido varios problemas de salud. He sufrido de estrés postraumático y depresión. Todas estas experiencias me construyeron y, a la vez, me destruyeron.

Cuando regresé a casa, hace cinco años, creé el “Diario de una reclusa”. Se trata de una página en la que vendo mercancía con el fin de colectar dinero para ayudar a las mujeres privadas de libertad en Panamá. La idea es poder extender la ayuda a las mujeres encarceladas en Estados Unidos. Cuando no tienes a nadie fuera que pueda darte dinero, sobre todo si estás en otro país, es muy difícil sobrevivir a la prisión. Hoy cuento mi historia para que otras puedan hacerlo. Siempre hablamos de los hombres en prisión, pero las mujeres encarceladas también necesitan que se hable de ellas. La prisión, que seas culpable o no, o que hayas hecho lo que hayas hecho, no debería ser un lugar en el que te maltratan. Debería ser, en cambio, un lugar en el que te ayudan a rehabilitarte.