Suiza: sin un ápice de humanidad

Mi nombre es Iscu V., soy de nacionalidad rumana y tengo 43 años. Me encuentro recluido en Suiza desde el 5 de septiembre de 2015. El 3 de mayo de 2017, me condenaron a una pena de prisión permanente revisable (internement à vie), prevista en el artículo 64.1 bis del Código Penal. Se trata de una medida que permite a las autoridades suizas mantenerme en prisión por un periodo indeterminado; así llevo ya siete años, sin saber cuándo saldré. Un profundo sentimiento de injusticia me acompaña a cada instante, y la idea de pasar el resto de mi vida en prisión es una tortura. Es una condena a la desesperación.

En abril de 2016, después de casi ocho meses de prisión preventiva, me trasladaron a un centro penitenciario del cantón de Neuchâtel. Allí me llevaron al módulo de ingresos y me alojaron en una celda doble con otro recluso. Este hombre nunca salía, ni al patio, ni a hacer deporte, ni a trabajar. Pero todas las noches de las 10:00 p.m. a las 7:00 a.m., azotaba las puertas de los armarios y golpeaba el suelo y las rejas de la celda con objetos metálicos o con una silla. A pesar de ello, la administración nunca le brindó atención médica. Ninguno de los que estábamos en el módulo de ingresos podíamos dormir. Pero a todos los trasladaban a otros sectores del establecimiento a los 15 días, excepto a mí. Yo pasé más de tres meses en el módulo de ingresos ─sin poder dormir ni de día ni de noche─, a pesar de que el reglamento interno contempla un plazo máximo de diez días. Durante esos tres meses envié quejas por correo a la dirección del establecimiento, pero nunca me dieron una respuesta. Luego me trasladaron a una celda del mismo sector, en la que seguía escuchando los ruidos de aquel interno.

Después de pasar tres meses en el módulo de ingresos, me trasladaron a otro módulo. En la celda contigua a la mía, se estaban realizando algunos trabajos de renovación, para los que se usaban martillos picadores. En estas condiciones de privación de sueño y de ruido incesante, comencé a sufrir ataques de ansiedad y fuertes temblores. Nunca había sentido una presión psicológica tan intensa antes de ir a prisión.

En septiembre de 2016, me cambiaron de establecimiento. Desde mi llegada, pude ver a un psiquiatra, que concluyó que sufría de estrés postraumático a causa de mis condiciones de reclusión, sobre todo, debido a la falta de sueño y el sentimiento de injusticia que me generaba mi situación.

En 2019, tras un incidente disciplinario, me trasladaron de nuevo al primer establecimiento en el que estuve. Tan pronto llegué, comencé a sufrir de intensos dolores cervicales. Con frecuencia iba a trabajar al taller, pero después de dos o tres horas en una silla, me dolían mucho los pies y la nuca. Sufría de mareos y tinnitus. Sentía que mis ojos iban a explotar y me daba la impresión de tener agujas plantadas en todo el cuerpo. Me dolía la columna vertebral y sentía como descargas eléctricas en la cabeza y las piernas. Estos síntomas y dolores eran continuos, lo que me impedía permanecer de pie o sentado.

Varias veces pedí ayuda al servicio médico del establecimiento, pero nunca me brindaron atención. El personal sanitario, sin ni siquiera examinarme, me decía que no tenía nada. A algunos se les daba muy bien burlarse y andarse con bromas sobre mi estado de salud. Es como si creyeran que los reclusos siempre simulan estar enfermos.

Cuando los dolores se hacían demasiado intensos, regresaba a mi celda antes de que se terminara la jornada laboral. En ese caso, el director del establecimiento no dudaba en imponerme una sanción disciplinaria por negarme a trabajar. La administración penitenciaria utilizó este argumento en mi contra ante la comisión de libertad condicional, que se basaba en el informe de comportamiento.

En mi celda cortaban la electricidad hasta las 5:30 p.m. Mi puerta solo se abría 15 minutos diarios para ir a ducharme. Ni siquiera me permitían salir al aire libre, como lo prevén las normas europeas e internacionales. En estas condiciones, pasé 20 meses.

En diciembre de 2020, me hicieron por fin una resonancia magnética, gracias a la insistencia de la embajada rumana. Esta prueba reveló graves problemas en las cervicales y en la columna vertebral. El médico del hospital público me dio una incapacidad laboral, me prescribió unos medicamentos y redactó un certificado para informar al servicio médico y a la dirección de la prisión. Aun así, mis condiciones de vida nunca cambiaron. Los miembros del personal penitenciario ignoraron la prescripción del doctor y no me proporcionaron el tratamiento que necesitaba. Además, la dirección se negó a aceptar la incapacidad laboral, y el médico de la prisión se justificó diciendo que mi obligación era ir a trabajar todos los días.

Además de todo esto, también perdí contacto con el mundo exterior. Desde abril de 2020, no me he podido comunicar con mi familia. Pasé ocho años sin hablar con mi padre, y solo me enteré de que falleció en un hospital de Rumania.

Mi condición física no mejora. No puedo ni levantarme de la cama, pues, tan pronto como intento sentarme, me da mareo y pierdo el equilibrio. He perdido la sensibilidad de mis piernas y, por falta de tratamiento, lo único que alivia mis dolores es quedarme en cama. Aunque ello implique sanciones por no trabajar.

No dejo de explicarle a la administración penitenciaria lo insoportable que resulta mi condición y la falta total de atención médica. Cuando pido un traslado ─con la esperanza de acceder a mi tratamiento con mayor facilidad en otro establecimiento─, la administración me responde que en ningún lugar me atenderán mejor y que no soy yo quien decide a qué prisión quiero ir.

En septiembre de 2021, me llevaron al segundo establecimiento en el que había estado. Allí estuve en aislamiento en repetidas ocasiones por negarme a realizar exámenes de orina. En total, pasé 33 días en ese régimen. El ruido en las celdas de aislamiento era una presión psicológica adicional, que me impedía dormir.

Todas las personas que son objeto de una sanción disciplinaria tienen tres días para apelar la decisión ante el servicio jurídico. Sin embargo, la dirección nunca me entregó los documentos a tiempo, y cuando se los pedía a los guardias, me decían que no los tenían. Siempre me los daban cuando el plazo había terminado. Los cinco días de aislamiento que te imponen, no vienen solos. Además, te prohíben cualquier contacto con el mundo exterior, como las visitas, las cartas y los paquetes.

Estas condiciones de reclusión han transformado por completo mi existencia. A mis 43 años, no puedo estar más de 30 minutos en una silla sin sentir dolores insoportables en la cabeza, la nuca y la espalda. Los mareos son constantes y paso 22 horas al día en cama.

No puedo hacer nada, ni por mí, ni por nadie más. El personal sanitario se niega a darme una consulta con el médico o un tratamiento adecuado. Me ignoran por completo, es como si no existiera.

De lo único que me deberían privar en prisión es de mi libertad. Sin embargo, lo que he vivido demuestra que los derechos de los reclusos se infringen frente a unas autoridades penitenciarias que no hacen más que apartar la vista. Nunca imaginé que tanta inhumanidad fuera posible. Al menos no antes de conocer el infierno de las prisiones suizas.