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Ecuador: luces y sombras en las cárceles

¡Sirve un poco más de arroz!… ¡Este caldo es pura agua!… ¡Hasta cuándo esta comida!… Son las 12:00 de un viernes y los airados gritos salen de las gargantas de un grupo de internos de los pabellones 10 y 11 de mínima y mediana seguridad. Los reclamos van dirigidos a tres jóvenes a cargo de servir los alimentos.

El suministro de la comida se lo hace a través de una pequeña ventana con barrotes. Los tres, que son empleados de la empresa proveedora, deben atender a unas 300 personas privadas de la libertad (PPL) que acogen esas áreas del Centro de Rehabilitación Social Regional del Guayas. Una cámara de EXPRESO constata cómo los descontentos comensales, formados en columna y con vajilla en mano, van recibiendo su ración de almuerzo.

Ese día, el menú consistía en sopa de raspado de verde, arroz con menestra y filete de pescado frito y limonada. Una vez atendido, cada PPL busca un espacio para servirse la comida, porque allí no hay disponible un espacio físico destinado como comedor. Muchos lo hacen en los descansos de las escaleras que conducen a las celdas.

En la cárcel regional, en un espacio de 800 metros cuadrados, se preparan los alimentos que se repartirán a los alrededor de 15.000 presos de los centros penitenciarios en Guayaquil. Allí, a diario, se preparan 50 quintales del arroz que irán en el plato fuerte de las comidas. Martín Ochoa, jefe de Operaciones de la empresa proveedora, asegura que los alimentos para los internos son de buena calidad. “En cantidad cubrimos mucho más de lo que dice el contrato que, por ejemplo, establece 140 gramos de arroz, pero nosotros damos 220”, alega.

Así funciona el modelo de gestión penitenciaria que desde 2013, durante el gobierno de Rafael Correa, se puso en marcha para implementar en la red de cárceles del país, que hoy en día acoge a más de 35.000 personas privadas de la libertad. El sistema rige en las nuevas penitenciarías regionales de Guayas, Azuay (Turi) y Cotopaxi (Latacunga), donde se invirtió** más de $ 300 millones en construcción y equipamiento**.

Las nuevas infraestructuras cuentan con áreas físicas para que los presos desarrollen actividades educativas, laborales, culturales y deportivas.

Un equipo de este Diario conversó con internos que dedican su tiempo en la cárcel a oficios de carpintería y metalmecánica, en talleres que cuentan con maquinarias y herramientas. Casi un centenar de ellos elabora artículos que posteriormente serán puestos en venta en ferias locales.

Jennifer Romero es la coordinadora del área educativa en el centro penitenciario. Allí trabajan 14 profesores. Ella dice que 200 internos cursan el nivel primario, 600 el secundario y otros 6 se encuentra a punto de culminar su preparación universitaria. Hay once presos que colaboran como ayudantes de cátedra en las clases, que de lunes a viernes se imparten en dos horarios.

Pero, asimismo, el nuevo sistema de prisiones impuso nuevos estándares en materia de seguridad penitenciaria. La entrada desde el exterior pasó a ser restringida y controlada.

Por ejemplo, la entrada de comida y dinero para los internos está prohibida. El familiar del interno debe depositarle un valor en una cuenta bancaria para que pueda comprar alimentos y productos de aseo personal en un economato, a cargo de una empresa contratada. Una compañía también está a cargo de proveer el servicio telefónico desde cabinas, porque el acceso a las telecomunicaciones está limitado.

Los experimentos del modelo impuesto son cuestionados por las autoridades de las nuevas entidades que, por decreto presidencial, reemplazaron al Ministerio de Justicia. Ricardo Camacho, subsecretario de Rehabilitación Social, los califica como parte de un sistema “caduco y corrupto” (ver entrevista).

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