Canadá: testigo de la violencia cotidiana

Conocí a James* en 2008. En 2006, cuando lo diagnosticaron con esquizofrenia, tenía muchos ataques psicóticos y la enfermedad estaba degenerando. Ya no estábamos en contacto cuando lo encarcelaron, pero desde su condena lo recluyeron en una prisión federal. Fue su hermana la que se comunicó conmigo en 2017. Me escribió para decirme que James estaba muy solo y que necesitaba a alguien que pudiera estar presente para él. Acepté. Ya conocía bien el entorno carcelario, así que no tenía miedo de ir a visitarlo a prisión. Cuando volví a ver a James en 2017, todavía estaba en la etapa de delirio. Así que lo ayudé, y aprendí mucho sobre la esquizofrenia para comprender su enfermedad y poder acompañarlo. También le propuse hacer arteterapia, escribir acerca de su historia y sus emociones. En esa época, llenaba varios cuadernos al mes. Eso le permitía expresar su angustia.

Le pregunté si estaba de acuerdo en enviarme su expediente psiquiátrico. Descubrí que yo aparecía en todas partes en él. Pude leer: “La llegada de Olivia está marcando una diferencia en el recluso, hay que darle más espacio a esa persona”. El psiquiatra nos informaba que cuanto más escribía, más le hacía bien a James. Se encontraba en un centro psiquiátrico de máxima seguridad¹, y a principios de 2020 lo trasladaron a un centro psiquiátrico de seguridad media en otra prisión, más cerca de mi casa. La última nota del psiquiatra antes de su traslado decía: “Hagan sitio en su equipo para esta persona porque sabe qué teclas tocar, es determinante para la salud mental del recluso”.

Entonces llegó la pandemia, y confinaron la prisión durante un año. James, en psiquiatría, estaba encerrado por partida doble. Solo podía salir 30 minutos al día para tomar un café y una ducha. En lugar de ducharse, me llamaba cuatro veces a la semana durante media hora.

Gracias a mí, James se dio cuenta de que estaba realmente enfermo. Durante ese período, recogimos juntos los documentos relacionados con su proceso para que él pudiera comprender lo que había sucedido. También le envié dinero y referencias de libros sobre esquizofrenia. Hemos leído más de 15 libros juntos por teléfono. Su psiquiatra vio que James se estaba recuperando rápidamente. En una ocasión, llamé a la prisión y pedí que me permitieran reunirme con su psicoeducadora. Más adelante, pude ponerme en contacto con su equipo terapéutico y con su agente de libertad condicional, aunque no fue fácil. Por fin su equipo me ha dejado espacio. Ahora formo parte del plan correccional de James y trabajo en equipo con su psicoeducadora. Desde 2021, también me permiten hacer una videoconferencia semanal con él.

Solo se puede acceder a una visita privada familiar si eres la cónyuge del recluso, la madre de sus hijos, o uno de sus padres… Yo entro más bien en la categoría de “persona significativa en la vida del recluso”. Pero eso hay que probarlo: tuve que elaborar un voluminoso expediente para explicar, en particular, el tipo de relación que sostenía con James y lo que le aportaba. En prisión, tienes que marcar una casilla, y no existe una casilla para “persona significativa”. Al final tuve que cambiar mi estatus para tener derechos. Así que soy su cónyuge a los ojos de la administración penitenciaria. Era la única manera de poder disfrutar de una caravana¹ con mi amigo.

Las estancias en prisión me parecen interesantes, porque permiten observar el interior. Y es terrible. Se habla mucho de reinserción social, pero estamos a años luz de la reinserción. Los guardias están llenos de prejuicios. Las prisiones se han quedado estancadas en 1995.

Las personas reclusas no tienen acceso a Internet. La única manera de ponerse en contacto con ellas es por carta, pero la mitad son analfabetas. El teléfono cuesta una fortuna; cuando James llama a su madre durante 10 minutos, le cuesta siete dólares canadienses. Es demasiado dinero. Ellos dos nunca se ven, pues su madre no tiene los medios para hacer siete horas de viaje y no tiene las herramientas para hablar con su hijo por videoconferencia. Lo ha visto cuatro veces en diez años.

También hay un problema con la situación particular de James. En Quebec, no hay seguridad mínima en psiquiatría. Pero, para beneficiarse de la libertad condicional, hay que bajar de cota de seguridad. Mi amigo debería haber cambiado de cota hace mucho tiempo porque su comportamiento es impecable. Debería haber estado en un nivel mínimo de seguridad desde hace dos años y así comenzar el proceso de libertad condicional con salidas con escolta. Pero estábamos entre la espada y la pared porque en un nivel mínimo de seguridad, ya no podía tener el seguimiento de su enfermera y psicoeducadora. Y eso no era viable, por lo que decidí intervenir ante la administración. Tuve que amenazar, insistir en que era necesario proponer distintas opciones para los enfermos en prisión, como existen en el exterior. Insistí una y otra vez para que se encontrara una solución para bajar la cota de mi amigo mientras seguía recibiendo atención. La administración finalmente aceptó mis peticiones y, de este modo, mi amigo se convirtió en el primer paciente psiquiátrico de mínima seguridad de Quebec.

Desde que me convertí en su “esposa”, me han tratado mal todo el tiempo. Los guardias, siempre hombres blancos, hablan de mi cuerpo, de mi ropa, me coquetean, me intimidan, en fin, me jod**. A veces me hacen esperar innecesariamente, solo porque les divierte hacerme perder tiempo para acortar mi visita.

El personal no nos explica nada. Por ejemplo, mi primera visita familiar salió muy mal. Duró 72 horas porque no sabía que podíamos elegir entre 24 horas y 72 horas. La administración no me dijo que la primera vez se recomienda una visita de 24 horas. El personal no me llamó, solo me enviaron una carta diciéndome qué efectos personales podía llevar. Mi amigo es esquizofrénico, no tiene la capacidad de darme instrucciones.

Viví muy mal esta visita: tuve una crisis de ansiedad terrible. Los guardias me sacaron por la fuerza después de 48 horas, sacaron a mi amigo con esposas y me quitaron el derecho de visita. Tuve que luchar durante un mes y medio para recuperarlo.

Más adelante, reservé una caravana. Llamé por la mañana a la prisión para decirles que mi amigo no recordaba la hora de llegada y que se olvidó de preguntar. No suelo venir los viernes por lo que no sabía la hora prevista de llegada. El guardia me dijo que tenía que estar allí a las 10:30. Me di prisa, pero iba con atraso, así que llamé para decir que llegaría a las 10:40. El mismo guardia me dijo que me estaría esperando. Llegué a la entrada de la prisión, el guardia vino a verme y me dijo que ya era demasiado tarde y que volviera a las 13:00. Así que tuve que esperar y volver por la tarde. Había otras cuatro mujeres esperando también, a las que pregunté cuál es la hora de llegada el viernes: me respondieron que siempre es a la 13:00. Nadie accede en viernes por la mañana porque el personal saca a los que estuvieron en las caravanas la noche anterior. Se trata de microagresiones constantes, violencia psicológica.

Los guardias son horribles. A menudo sufro ataques de pánico en la prisión. Lo peor es que todas las dificultades que vivo relacionadas con la prisión no tienen nada que ver con la enfermedad de mi amigo. Y no puedo presentar ninguna queja porque él es quien pagaría las consecuencias.

Me han marcado con un estigma, pues nadie puede entender por qué me interesa, ayudo y amo a alguien que está en prisión y sufre de una discapacidad. Es como si una persona enferma no tuviera derecho a tener amigos o a ser amada.