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América: más presos o más justicia

Para que las cárceles cumplan con sus presuntos fines reintegradores, esos que desfilan por nuestras leyes y constituciones, es indispensable reducir el número de reos en América Latina.

Contra cualquier pronóstico, considerando que, entre otras joyas, en campaña llamaba a que los policías descubrieran el rostro a los delincuentes, los últimos días del año pasado, Donald Trump firmó el First Step Act, un acuerdo sin precedentes que reforma el sistema penitenciario de Estados Unidos a nivel federal y que supuso una de las grandes noticias de 2018. Un proceso larguísimo que empezó a larvarse durante la Administración Obama y que ha implicado, finalmente, el acercamiento entre demócratas y republicanos.

El sistema penitenciario de Estados Unidos, con más de dos millones de internos, es uno de lo más injustos y racistas del planeta, fruto, en buena medida, de las reformas penales de los años noventa.

Entre otros cambios, se eliminaron algunas restricciones para obtener beneficios penitenciarios, se suprimió el llamado three stikes and out —que conminaba a cadena a perpetua a quienes cometieran tres delitos—, se crearon programas para mujeres y jóvenes y se desterró la odiosa diferenciación en el castigo por tenencia de crac y cocaína que favorecía, en definitiva, la prisionalización de afrodescendientes.

Las cárceles continúan siendo una de las realidades más escondidas y con especial dramatismo en América Latina, donde los problemas estructurales de violencia se expresan con crudeza y se reproducen. Nuestros índices de encierro, según el Institute for Criminal Policy Research (ICPR), distan notablemente de los de Europa. Así, mientras en España la tasa de encarcelamiento por cada 100.000 habitantes es de 127, la de Suecia es de 59 y la de Reino Unido, de 139, en Costa Rica, El Salvador y Uruguay la ratio llega a 374, 627 y 321, respectivamente. En 15 años, los países de la región casi han duplicado —como Panamá y Perú— o triplicado —como Brasil y Venezuela— la cantidad de presos.

No son solo las cifras, de por sí escandalosas. Es que los estados pierden, progresivamente, la capacidad de control y las cárceles se ciernen entonces en una amenaza más para erradicar la violencia que tanto deteriora la calidad de vida de los latinoamericanos.

Más personas presas supone recortar las posibilidades de emprender procesos de inserción social que faciliten un retorno a la libertad en condiciones. Esto sin obviar la permanente violación de derechos humanos que trae el hacinamiento y la sobrepoblación.

De otro lado, no se puede perder de vista que quienes pueblan los penales están, mayoritariamente, sentenciados por delitos asociados a la pobreza —como robos, hurtos o ventas de droga al menudeo—. La injusticia social no va a acabarse con justicia penal. Las cárceles se vuelven, en una inexplicable paradoja de ignorancia deliberada, en una máquina que caza gentes, casi siempre de los sectores más desfavorecidos, y que al ser, tarde o temprano, expulsadas a la calle, dispara el riesgo de la reincidencia y con ello el peligro de que haya nuevas víctimas de la violencia.

Las políticas de mano dura de EE UU, impulsadas en el último cuarto de siglo, fueron calcadas por nuestros países y los resultados han sido desastrosos. No solo no estamos más seguros sino que ahora tenemos cárceles reventadas y que en el largo plazo garantizarán, por sus efectos criminógenos, más víctimas y más crimen. De acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (Ccspjp), una ONG mexicana, en 2018 42 de los 50 ciudades más violentas del mundo estaban en América Latina.

La explosión penitenciaria es responsabilidad tanto de los Gobiernos de izquierda como de derecha. Si bien con agendas distintas, ambos signos ideológicos han usado por igual la retórica carcelaria para concitar apoyos en sociedades urgidas de vivir en paz.

Sin embargo, el giro conservador que ha experimentado la región amenaza con agudizar un problema del que no se quiere hablar. Las diatribas incendiarias y punitivistas de Jair Bolsonaro, los reclamos de Mauricio Macri para detener lo que ha llamado las “puertas giratorias” por los beneficios penitenciarios —a pesar de que los datos del ICPR confirman que de 2002 a 2017 los presos en Argentina pasaron de 57.632 a 81.975— a o el pedido de Sebastián Piñera para endurecer las penas contra menores no auguran nada bueno.

Construir esperanzas usando la baza de políticas probadamente ineficaces, pero todavía rentables en clave electoral, significa condenar a más generaciones a seguir transitando por las movedizas arenas de la inseguridad y la violencia. Debe entenderse que la criminalidad tiene causas estructurales que no podrán resolverse solo con represión, más allá de las promesas y la excesiva confianza depositada en el poder punitivo del Estado.

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