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Siria: cómo es la prisión kurda donde están encerrados miles de terroristas del Estado Islámico

Detrás de una pesada puerta de hierro, decenas de prisioneros se hacinan en una estrecha celda, donde apenas pueden moverse. Están encogidos o tumbados en colchones sobre el suelo, con el aspecto demacrado y vestidos con su uniforme naranja de prisionero. Todos están acusados de ser terroristas del grupo Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés), que hizo reinar el terror hace menos de un año. Un equipo de la agencia AFP consiguió un acceso inusual a esta prisión controlada por las fuerzas kurdas en el noreste de Siri. En la provincia de Hasaké, fronteriza con Turquía, cerca de 5.000 detenidos sobreviven en esta prisión bajo un calor sofocante, incluidos menores de 16 años. Entre estos prisioneros hay franceses, alemanes, belgas o británicos, pero las autoridades de la prisión rechazan precisar cuántos. Según el director de la cárcel, también hay detenidos “de Estados Unidos”.

Los países occidentales, sin embargo, se resisten a repatriar a sus propios ciudadanos, a pesar de los reiterados llamados del presidente estadounidense Donald Trump. La mayoría de los reclusos son sirios o iraquíes, y entre los detenidos árabes hay tunecinos, marroquíes y sauditas. En la sala de control, un guardia que no levanta los ojos de las pantallas donde se ven las imágenes de las cámaras de vigilancia, que graban en permanencia a los prisioneros en las celdas. Se ven hombres hacinados que no pueden moverse, a menudo con el torso desnudo y abanicándose con pedazos de cartón.

1.500 heridos y enfermos

Con el vacío de seguridad que provocó la ofensiva lanzada por Turquía contra los kurdos en el norte de Siria, el destino de miles de prisioneros yihadistas preocupa a los países occidentales. Centradas en los combates, las fuerzas kurdas advierten de que las puertas de sus prisiones podrían ceder un día.

“No tienen ninguna comunicación con el exterior. Solo ven el sol si son enviados al hospital”, explica el director de la prisión, que se presenta con el seudónimo de Serhat, por cuestiones de seguridad.

En la enfermería de la prisión, son cientos los heridos y amputados, caídos en batallas para defender el “califato” que terminó por derrumbarse en marzo, vencidos por las fuerzas kurdas, apoyadas por la coalición internacional dirigida por Estados Unidos. Algunos tienen vendas en la cabeza, en un brazo o una pierna. Otros renquean apoyados en muletas o se mueven con sillas de ruedas. En total, la prisión cuenta con unos 1.500 heridos o enfermos, entre ellos una cincuentena de casos de hepatitis y dos prisioneros enfermos de sida, según el director. Antes de acceder a la enfermería, una gran sala de paredes blancas y grises con enormes pilares, el equipo de la AFP debe ponerse una máscara médica para protegerse de las infecciones y del olor pestilente que invade el aire a pesar de los ventiladores. En sus celdas, los yihadistas pasan el tiempo como pueden: tumbados en sus colchones de espuma, rosario en mano. Los baños rudimentarios se encuentran en una esquina, detrás de una simple tela o una lona de plástico.

Intento de motín

“Quiero salir de esta prisión, volver con mi familia”, dice el británico Aseel Mathan, de 22 años. AFP pudo hablar con él y con los otros detenidos. Originario de Gales, este joven afirma que llegó con solo 17 años a Medio Oriente. Según su relato, quería reunirse con su hermano mayor Naser en Mosul, antiguo bastión de ISIS en Irak. Pero Naser murió, y Aseel se fue a Raqa, otro feudo yihadista en el norte sirio. “Quiero volver al Reino Unido”, insiste.

Apoyadas por la coalición internacional en la lucha contra el Estado Islámico, las fuerzas kurdas proclamaron el fin del “califato” de ISIS en marzo, tras conquistar el último bastión de Baghuz, pequeño pueblo en los confines orientales de Siria.La prisión de Hasaké alberga a algunos de los que combatieron hasta las últimas horas. Un guardia con un pasamontañas duda en abrir la pequeña ventana en la pared de una celda. “Estos de aquí son peligrosos”, lanza.

Hace más o menos un mes, cuenta el director, algunos detenidos intentaron provocar un motín. Un hombre estaba tumbado, inmóvil, y sus camaradas decían que se sentía mal. Los guardias entraron y fueron atacados por los prisioneros.

A veces, yihadistas huidos “se acercan a la prisión y abren fuego, para mostrar a los detenidos que siguen ahí”, cuenta. Washington reconoció que más de 100 prisioneros del grupo yihadista se escaparon desde el lanzamiento de la ofensiva turca en Siria el 9 de octubre.

“Lo siento”

Los “cachorros del califato”, decenas adolescentes y niños, fueron instalados en la misma celda. Con ellos hay un adulto, un cirujano ortopédico de la región de Baghuz. Originario de Asia central, Khaled asoma su cara a través del tragaluz de su celda para observar a los visitantes, sonriendo al guardia que le pide calmar a sus camaradas, tan curiosos como él. “¡Atrás!”, insta el huérfano de nueve años a los otros niños. Detrás de él, un tunecino de 13 años dice que quiere volver a su país.
“Ahora estoy solo, estoy esperando a salir para poder volver”, afirma. Él también es huérfano, después de haber perdido a su familia en un bombardeo.
Basem Abdel Azim, de 42 años, fue herido en la pierna en un bombardeo. Este egipcio-holandés forma parte de los últimos irreductibles de Baghuz. Cuenta que llegó a Siria con su mujer, “que no sabía nada”. “Tengo miedo de que sea castigada. No es su culpa, es mía”, jura este padre de cinco hijos, de los cuales el mayor tiene 11 años, y que ha perdido el rastro de su familia. “Espero volver a ver a mi mujer. Después, pueden ahorcarme. Solo quiero decirle: siento haberos llevado a un país en guerra”, reconoce. En total, unos 12.000 yihadistas del Estado Islámico, sirios e iraquíes, así como entre 2.500 y 3.000 extranjeros originarios de 54 países, están detenidos en cárceles por la fuerzas kurdas.

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