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México: reglas Mandela, bases para mejorar cárceles que México ignora

A MÍ ME DETUVIERON por el robo de un auto. Ya sabes, la tira siempre agarra pagador, yo no lo fui, pero por andar con los brothers locos, me apañaron. Fue en diciembre, hacía un chingo de frío y la neta lo que más temía ese día de llegar a cana, era el pinche frío.

Ya conocía a varios encanados. En la cárcel había gente del barrio que tenían ya tiempo encerrados, así que a donde me mandaran —al Norte, al Oriente o al Sur— había banda y la banda siempre va adelante, uno ya se la sabe. Cuando mi licenciado me dijo que me trasladarían al Norte, la neta ni me preocupé, acá estaban varios conocidos y seguramente no habría pedo. Pero uno nunca imagina de qué se va a tratar.

Me trajeron en la noche, dos custodios vestidos de negro abrieron el portón del infierno. Al ver a esos monos, y estando todo en silencio, era como si me fueran a meter en una tumba, y sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar, como que me asfixiaba. Yo nunca he sido collón, pero la neta sí sentí mucho miedo, porque me di cuenta de que ya estaba en la grande, y aunque suene fácil, uno nunca se lo piensa hasta que lo vives en carne propia.

Cuando los judiciales que me entregaron a los monos se dieron vuelta y yo pasé la línea de la entrada, los monos se me dejaron venir con patadones y madrazos por delante, serían unos minutos, pero en la putiza se me hizo eternidad; después de madrearme me robaron mis tenis, me bolsearon todo para sacarme algunos billetes, la playera y por poco los calzones, pero creo no les gustaron; luego otros dos monos me levantaron y me arrastraron hasta que pude levantarme yo solo.

Esos custodios más parecían gerentes de un hotel de Polanco porque, mientras caminábamos por el pasillo que conocemos como el Kilómetro, que es largo y todo oscuro, en lugar de leerme la cartilla, me ofrecieron distintos paquetes para una cana más relax; claro, todo con su costo, porque aquí todo tiene tarifa. Cuando me decían las tarifas yo solo pensaba en que no tendría varo para poder tener mi visita, un lugar para dormir, un plato para comer o entrar y salir al patio, ya que todo aquí tiene precio.

No sé si usted conozca esas cantinas culeras donde huele a miados; o los baños públicos que hieden desde metros antes de llegar; pues así, más o menos, huele el área de ingreso: a mierda y vómito. Al ir caminando, creo que los monos se dieron cuenta de los gestos que hacía por el olor y empezaron a decirme que adentro estaba peor y que de mí y del varo que tuviera dependía que no la pasara tan mal, y me preguntaban que si tenía familia y quién respondía por mí.

Tristemente descubrí que no me habían mentido, hasta se habían quedado cortos, adentro estaba peor. Ve, manita, aquí todo es porquería, aquí vivimos y nos tratan como animales, por eso la banda se enchocha, yo no, pero yo entiendo que prefieran vivir pasados.

Acá cada zona tiene un precio, ninguna se escapa. Si vienes por poco tiempo te venden el colocarte en una estancia. Si vienes por varios años te venden la estancia completa.

El precio de la celda es según el tiempo que vivirás en ella, entre menos tiempo más caro, pero también según quién eres, por qué delito estás y, sobre todo, quién te apadrina. Las áreas más caras son Ingreso: es como el lobby del infierno, donde hasta moverte en esa hediondez cuesta.

De entrada debes entender las reglas para mantenerte en cana, tomar algunos consejos como sagrados y nunca olvidarlos, como pasar la lista y dar la llave (dinero) para abrir y cerrar puertas, patios, dormitorios. Diario, cuando pasan lista con tu nombre, entregas tus cinco pesos, es de rigor: aquí no puedes vivir sin tener por lo menos lo de la lista —es un acto sagrado que si no cumples te puede costar o madriza o días de castigo en el apando o el Castillo de Greiscol.

En las celdas en Ingreso, según el sapo es la pedrada. Depende el tipo de delito significa también si eres pobre, aquí decimos erizo; o eres un pudiente, o depende de los padrinos que tengas.

Una celda en Ingreso puede costar entre 5,000 y 100,000 pesos, según los días que la ocupas y es por los primeros tres meses del proceso. La tarifa más alta te incluye seguridad o protección para que nadie te extorsione —aquí decimos te cobre renta— y baño privado, visita a tu estancia, acceso y crédito en la tienda; paseo por el patio y por otras áreas, como el COC (Centro de Observación y Clasificación), dormitorios, módulos, comedores y servicio médico… Piense, ¿quién la puede pagar?

Esos son los costos de los payos, los pudientes que pueden, pero los pobres no nos salvamos, porque debemos pagar la lista, también para salir de la celda a recibir a la visita, de 10 a 100 pesos, pasar la comida, otros 50; ir a locutorios para hablar con los abogados, de 20 a 50 pesos. Pueden parecer precios baratos, pero imagínelos diario y si lo multiplicamos por todos los que somos acá, entonces uno se da cuenta del negocio.

En el COC los precios son más caros porque también es zona muy conflictiva: las celdas son más chiquitas que en Ingreso —pero allí también se venden las estancias y también pueden costar hasta 100,000 pesos porque es un lugar intermedio antes de llegar a Dormitorios.

Ya en Dormitorios cambian los precios, son más variados porque estás más expuesto a todo, por eso algunos pagan vigilancia personal. Y es aquí donde los más duros corregendos (reincidentes) tienen empleo porque se les paga entre 2,000 y 6,000 pesos mensuales por dar la vida por su patrón; aparte de su paga está la comida diaria y el costo de la sagrada lista.

Acá vivimos todos apretados porque somos muchos y a veces te toca dormir de 10, 20, 30 hasta 40 en celda; a unos les toca piso, otros sentados, otros amarrados de a gallo (colgado de los barrotes como gallo).

Pienso que los monos quieren que haya todos los días más gente para poder ganar más porque de todo lo que se paga una parte va para ellos. Creo que es algo que deja muchos papeles (dinero). Acá muchos ganan y solo nos ven como dinero.

Ir al servicio médico también cuesta, si pides que te lleven porque te sientes mal debes darles una propina que no baja de los 20 pesos.

La lista es sagrada, y si no se tiene se paga con las nalgas o con la cara: los custodios, cuando uno no paga, por cada pase de lista te dan garrotazos en las nalgas o golpes en la cara, que le decimos bombones: inflamos el cachete con aire y el custodio te suelta un golpe hasta que, de la boca, sale un eco como de cuete tronado.

El otro castigo es enviarte al llamado Castillo de Greiscol, celdas donde meten hasta 60 (internos) de todos los dormitorios que no pagan lista. A esa van a dar todos los que no tienen ni siquiera esos 5 pesos para que no te castiguen. Imagínese quiénes son: indigentes, los muy adictos, los violadores, a quienes nadie quiera acá adentro ni afuera por eso nadie les trae dinero.

¿Reglas Nelson Mandela? Ni idea, aquí la regla es la de Reno, la de siempre. Ya te la sabes.

El modelo penitenciario

El hombre que habla en las líneas previas se llama Víctor Hugo y está preso en el “Reno”: el Reclusorio Norte de la Ciudad de México. Lo visitamos el pasado 28 de abril, un día de visita familiar, cuando los patios y pasillos están repletos de puestos: mesitas, huacales o tarimas instalados por los presos para vender pan, dulces, refrescos, hamburguesas o algunos objetos de aseo.

El sábado transcurre entre sonido de música, muchos presos se autoemplean como estafetas (corren entre pasillos y dormitorios gritando el nombre del interno que recibe visita); niñeros (cuidan a los hijos de los padres que buscan un encuentro conyugal u optan por bailar al son de ritmos pegajosos); meseros (en las cafeterías del penal) y animadores (cantan con instrumentos improvisados o pintados de payasos).

También hay altares llenos de flores y veladoras encendidas donde los presos honran a San Judas Tadeo; lo mismo internos que familiares organizan rezos y recolectan la cooperación para la misa. Como cada 28 de mes, aprovechan para pedir a su santo que materialice lo imposible.

Víctor Hugo se pondrá muy contento porque este sábado su hermana lo sorprenderá con su comida favorita: pechugas de pollo empanizadas y ensalada rusa. Es con ella con quien ingresaremos al penal, tras hacer el pago correspondiente.

Se requiere paciencia para entrar al Reno. Nosotras tuvimos que esperar tres horas. Y es que, a diferencia de las cárceles para mujeres, las de varones reciben siempre enorme afluencia de visitas. Tras el registro y la revisión de alimentos, se debe pasar de una aduana a otra; sujetarse al escrutinio visual y dactilar de custodios y custodias: auscultan ropa, calzado y el más mínimo artículo que uno porta.

En los reclusorios, los martes, jueves, sábados y domingos los patios y comedores son un ir y venir de varones que van enfundados en ropa beige o blanca, mientras que los custodios visten de color negro y las visitas portan ropa colorida. Entre es vasto mar de gente, se hace obligado contratar los servicios de un estafeta que, a cambio de esos 5 pesos, dará garantía de ubicar al preso que visitas.

Víctor Hugo me cuenta parte de su historia sentado frente a una mesa cuadrada por la que pagamos 20 pesos de alquiler. Bebe una coca cola que se comprada dentro del Reno —este es un producto de ingreso prohibido pero acá dentro todo se consigue bajo el precio correspondiente. Se venden platos, vasos, cucharas; se alquilan mesas y sillas; se cobra el ingreso de comida, frutas fermentadas para que los internos elaboren licores; se comercia abiertamente con productos legales e ilegales: dulces, frituras, micheladas, alcohol, churro, mona, perico, piedra.

Aunque Víctor Hugo fue imputado por robo de auto, aún no recibe una sentencia definitiva. Su tiempo en prisión es incierto y, al respecto, él parece estar resignado.

En prisión no trabaja ni está inscrito en taller alguno. Depende del dinero que le pasa su familia. Víctor Hugo forma parte de la población de 208,000 internos que se distribuyen en las 338 prisiones que —de acuerdo con su jurisdicción federal, estatal y municipal— conforman el sistema penitenciario mexicano.

De estas prisiones, con excepción de los Centros Federales de Readaptación Social (los llamados Ceferesos, que tienen capacidad para 35,000 internos y actualmente ya albergan a 19,000), muchas aún enfrentan problemas graves de hacinamiento. Y más aún la situación de vida y las actividades de los internos no las determina un programa de readaptación sino la cantidad de dinero que sus familias consiguen pagar.

Desde el año 2016, la realidad de las prisiones mexicanas debería ser otra.

En cada cárcel de México deberían estarse aplicando las Reglas Mínimas Nelson Mandela para el Tratamiento de los Reclusos. Las mismas fueron decretadas como “estándares mínimos” por la Organización de las Naciones Unidas y el Estado mexicano que, al igual que el resto de los países miembros de este convenio, se comprometió a cumplirlos.

Se trata del modelo considerado integral para el tratamiento de personas privadas de la libertad con miras a su readaptación social real que, en un conjunto de 122 reglas, con su nombre honran a Nelson Mandela, Madiba, el prisionero más famoso del mundo en el siglo XX, quien se sobrepuso el maltrato que recibió durante 27 años entre paredes y rejas de las celdas de máxima seguridad de Roben Island y Pollsmoor en Sudáfrica e ideológicamente derrumbó el apartheid al dedicar su vida a la defensa de los derechos humanos. A partir de que fueron aprobados por la Asamblea General de Naciones Unidas, cada país miembro tiene la obligación de cumplir esos estándares.

Cada país tiene realidades diversas. Las prisiones de Finlandia, por ejemplo, carecen de rejas y guardias armados; Estados Unidos encabeza la mayor población penitenciaria del mundo con sus 2 millones de prisioneros; México se ubica en el lugar diez por su número de presos, esto según cifras del World Prision Brief (WPB) que elabora el Instituto de Investigación de Política Criminal (ICPR, por sus siglas en inglés) de la Universidad de Londres.

No obstante las diferencias, cada país se ha comprometido a adoptar las reglas Mandela. En palabras de Anton Camen, jefe Adjunto de la Delegación Regional del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para México, América Central y Cuba, “los centros de reclusión no pueden ser los mismos desde Johannesburgo hasta Finlandia, pasando por Cuernavaca. Deben tomar en cuenta el entorno local, cultural y la realidad técnica de cada uno de sus países para cumplir con los objetivos de rehabilitación de las personas privadas de la libertad”.

Con su larga tradición de defensa de los derechos humanos en todo el mundo, el CICR conciencia a los gobiernos sobre la importancia de que los países apliquen correctamente tales estándares, considerados el modelo penitenciario del siglo XXI.

Amnistía Internacional considera que si las reglas Mandela se aplican plenamente, “contribuirán a que el encarcelamiento deje de ser un tiempo desperdiciado de sufrimiento y humillación para convertirse en una etapa de desarrollo personal que conduzca a la puesta en libertad, en beneficio de la sociedad en su conjunto”.

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