Análisis

La COVID-19 no ha afectado de manera significativa a la población general ni a la población carcelaria de Nueva Zelanda. Todo el país y sus centros penitenciarios se confinaron por completo desde el 25 de marzo hasta el 13 de mayo.
La administración penitenciaria estableció niveles de alerta, que iban del uno al cuatro según el contexto local y la evolución de la pandemia, y en todos los centros penitenciarios se aplicaron medidas restrictivas ─en algunas ocasiones, similares al régimen de aislamiento solitario─ en función de su nivel; en el nivel de alerta más alto, los reclusos debían permanecer en sus celdas todo el día. Algunas organizaciones locales criticaron las dificultades para mantener el distanciamiento físico y denunciaron la falta de consideración en lo relativo a los derechos de los reclusos. También lamentaron la falta de medidas de liberación anticipada.
Las restricciones en las prisiones se fueron retirando progresivamente gracias a la introducción sistemática de equipos sanitarios y la adaptación al contexto local. En octubre de 2020, las prisiones todavía no se habían visto afectadas por la pandemia y habían recuperado su funcionamiento habitual.

Prison Insider y el Centro de Estudios Justicia y Sociedad de Chile han planteado un análisis sobre el primer año de la pandemia en las prisiones de once países: Nueva Zelanda es uno de ellos.

“Las celdas son bastante pequeñas, tienen poca ventilación y en muchas de ellas hay literas, por lo que es una situación realmente difícil para cualquiera en el mejor de los casos”

Cuando se reanudaron las visitas, se instalaron cámaras térmicas en la entrada. Se pidió a los visitantes que se lavaran las manos con frecuencia y usaran mascarilla.

El Defensor del Pueblo observó que se había privado a algunos reclusos de su hora diaria al aire libre, sobre todo durante los niveles de alerta 3 y 4.