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América del Sur: por qué es tan importante evitar que el coronavirus entre en las cárceles

El confinamiento y el hacinamiento hace que las prisiones sean un espacio donde las enfermedades contagiosas se propagan con gran rapidez

La llegada del coronavirus se está viviendo con preocupación en los entornos penitenciarios. La suspensión de las visitas en Italia, Brasil y Colombia han desatado motines con decenas de heridos, muertos y saqueos a enfermerías. Para calmar las tensiones, algunos países han tomado medidas sin duda excepcionales. España, por ejemplo, decidió aislar a los más de 50.000 internos del sistema penitenciario al considerarlos “colectivos de alto riesgo”. Irán tomó un camino radicalmente distinto y decretó prisión domiciliaria temporal para 70.000 prisioneros.

Las cárceles, a menudo espacios olvidados para la mayoría de la sociedad, estos días han ocupado las portadas de los periódicos en muchos países. ¿Por qué? El confinamiento y el hacinamiento carcelario hace que las prisiones sean un espacio donde las enfermedades contagiosas se propagan con gran rapidez. Incluso en muchos países con buenas infraestructuras y servicios públicos, se ha calculado que la tasa de prevalencia de tuberculosis dentro de las cárceles es 81 veces más alta que en el exterior. El coronavirus no ha sido una excepción. China reportó más de 500 presos contagiados. En Estados Unidos, la cifra ronda varias docenas y va en aumento.

En América Latina afrontamos el coronavirus con una desventaja adicional: nuestras cárceles tienen muchos presos y muy hacinados. Las prisiones de algunos países alojan hasta tres veces su límite de residentes. En total en nuestra región hay ahora mismo más de un millón y medio de internos. Y de ellos casi un 6% son mayores de 65 años —el grupo de edad más vulnerable.

La vida dentro de la cárcel es muy dura, y la amenaza del coronavirus complica las cosas aún más. Las medidas de prevención y mitigación recomendadas para esta pandemia (lavarse las manos, reducir las interacciones sociales…) son casi impracticables en el contexto carcelario latinoamericano. Los datos lo dicen todo: el 58% de los internos no tiene una cama para dormir y un 20% no tiene acceso a suficiente agua potable. Tan solo el 37% cuenta con jabón. Así, no es de extrañar que las enfermedades contagiosas se propaguen con rapidez: dos tercios de los reclusos se ha enfermado en alguna ocasión durante su encierro.

Medidas necesarias

La sobrepoblación y la falta de higiene hacen que los centros penitenciarios sean lugares donde las enfermedades infecciosas sean de fácil transmisión y difícil contención. La pregunta urgente es: ¿Cómo asegurarnos que dejamos al virus fuera de las cárceles? Descongestionarlas todo lo que sea posible. Casi la mitad de la población carcelaria de América Latina está en prisión preventiva. Ahora más que nunca, nuestros sistemas de justicia deben dar prioridad a las medidas de aseguramiento que no impliquen la privación de libertad. Por ejemplo, Colombia, Chile y el Salvador están valorando pasar temporalmente a prisión domiciliaria a miles de presos que no representan una amenaza para la seguridad pública y que cumplen ciertos criterios, como ser mayor de 60 años, enfermos crónicos, o mujeres embarazadas o con hijos menores de 3 años, entre otros.

Reducir al máximo el tránsito de personas es una de las medidas más racionales y, al mismo tiempo, sensibles. Las visitas familiares son para muchos presos el canal más fiable para conseguir alimentos extra, ropa o medicamentos. Por ello, si bien es inevitable, es importante que todas las decisiones se comuniquen transparentemente y venga de la mano de un plan para sustituir la red de asistencia que supone la familia en el contexto carcelario.

La suspensión de visitas es también una interrupción drástica del acceso a ropa limpia y utensilios de aseo. Pero muchas prisiones no cuentan con algo tan básico como suministro estable de agua potable. Por lo tanto, los centros penitenciarios deben asegurar la provisión de insumos de aseo y desinfección. o al menos proporcionar los materiales. Si ir más lejos, en Argentina, El Salvador y Uruguay los presos se encuentran fabricando sus propias máscaras y jabones con material brindado por las autoridades.

Prisioneros, personal penitenciario y visitantes deben someterse a rigurosos exámenes médicos. En Jamaica, por ejemplo, se ha establecido un protocolo para detectar síntomas tempranos entre los trabajadores de las cárceles. Y Argentina ha reservado espacio en las prisiones federales para poner en cuarentena a internos que tengan el virus o que sean sospechosas de portarlo.

La tecnología hace muy fácil garantizar que los privados de libertad sigan conectados con sus familias y abogados en un contexto de restricciones de visitas. La comunicación digital también ofrece algo esencial para el buen funcionamiento de la justicia: que las audiencias con los jueces continúen y que los presos tengan acceso a todo el ecosistema de herramientas (asistentes sociales, cursos de aprendizaje, programas de socialización) encaminadas a hacer de la cárcel un lugar de rehabilitación social.

Las prisiones latinoamericanas no sólo hacinan presos en poco espacio, sino que también aglutinan entre sus paredes un microcosmos de desafíos que son la puerta para resolver el problema de inseguridad en nuestras calles. Irónicamente, las tensiones generadas entre la población penitenciaria a raíz de la crisis del coronavirus ha puesto nuestros centros penitenciarios en el centro de la atención pública. Dicen que las crisis son oportunidades. Si somos intencionales con el problema, las medidas que nos ayuden a solucionar esta epidemia en el corto plazo serán, con suerte, las mismas que nos ayuden a fortalecer nuestro sistema penitenciario y a convertirlo en lo que siempre tuvo que ser: una estación de paso para reconstruir vidas truncadas por la pobreza y el crimen.